viernes, 17 de febrero de 2012

Viajar para amar literatura.



Viajé a Roma. Pasé casi una semana allí. Comí de su típica comida, dormí en sus mullidas camas y paseé por sus aceras. Visité sus calles, sus monumentos, sus orgullos y sus vergüenzas. Sentí su frío y me calenté con sus estufas. A pesar de compartir sus risas y encogerme con sus llantos, no sentí la magia.
Quizás no la supe ver, quizás el tiempo que hacía las ocultara o quizás es que no existiera magia alguna. Pronto quise volver a las Españas. A las tierras que tanto andaba y me eran conocidas. Allí dónde la sopa calienta de la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies, dónde los días son iguales, pero dónde tienes el gozo de cambiar sus composiciones a placer.
Todos necesitamos un lugar al que volver. Todos necesitamos añorar algo propio. Saber que nos esperan, que nos echan de menos. Pero a la par necesitamos huir y expandir las fronteras de una patria, la nuestra, la verdadera. El mundo es nuestro y jamás tendremos idea de las inmensidades del universo. El mundo es nuestro y no hay nada de lo que se pueda estar más seguro. Los límites de nuestra mente son los límites de nuestros pies. Lo que andemos no nos lo quitará nadie. ¿Ese es el sentido de recorrer mapas? ¿Expandir los límites de mi mente? Yo sólo quiero sentirla, la magia que tanto me desilusionó en mi primer viaje fuera de la Vega Baja. ¿Qué importa la razón sin las cosquillas de la vida? Sin poder viajar más allá de lo físico seguiremos siendo esclavos. Al final no importará el cuerpo, al final la única libertad se hallará en la literatura dónde lo irreal se convierte por fin en libertad.

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