domingo, 4 de enero de 2015

(...)

      Cuando se acaba algo grande todo el mundo necesita un tiempo de luto. En ese tiempo nos dedicamos a enterrarnos con el muerto y a esperar el momento en el que por fin podamos sobrevivirle.
      Hay veces en los que uno se recuesta junto a él y espera no despertar nunca más. El tiempo empieza a moverse lento, como si de repente se hubiera convertido en un esclavo de tu pena y compartierais los mismos grilletes. A pesar de esto, el mundo sigue girando a tu alrededor, y en contraposición a tu marcha funesta, parece que éste se mueve todavía más rápido. Da vértigo la vida.
       Sin embargo y muy a tu pesar, todos los cadáveres se enfrían. Es ahí cuando caes en la cuenta de que la muerte no es para los vivos, no hay sitio para ti en ese féretro, debes abrir los ojos y negociar con la realidad, buscar tu sitio entre los tuyos.
     Piensas que nadie fue más tuyo que él, y ahora él es un recuerdo. ¿Un recuerdo? Es el recuerdo de toda una vida, una quimera de la que has vivido demasiado tiempo, un delirio que ya no te pertenece y que debes dejar ir.
      Echas la vista atrás y te planteas por enésima vez si realmente no hay sitio para ti en esa tumba. El mausoleo es espacioso y, aunque haga frío, tienes unos calcetines muy cuquis que calientan cual averno.
      Bienvenido al mundo real. A esa posmodernidad frenética donde tienes que madrugar, preocuparte por cosas, buscar metas y proyectos, saber cosas, relacionarte con gente, vivir cosas, cuidar tu higiene, examinarte de cosas, desarrollar tu personalidad, hacer cosas... la lista no acaba.
      ¿Había que hacer todo esto también cuando estabas vivo? - piensas -.


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